Un mito de la novela del amado siglo XX (III)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, El cuarteto de Alejandría, Mountolive
A buen seguro se debe a que Mountolive, tercera novela de El cuarteto de Alejandría, a diferencia de sus dos predecesoras, está contada por un narrador omnisciente. El caso es que esa nostalgia de la ciudad que a las dos entregas anteriores les confiere un lirismo próximo a los versos de Kavafis, aquí no se aprecia. Más aún, la acción tarda en situarse en Alejandría y el Cenáculo, formado por los protagonistas de El cuarteto..., tarda en hacer su aparición. De Darley -el narrador mediante sus recuerdos de la primera entrega- no hay referencia hasta la página 116, donde es descrito como el amante de Justine, y de Balthazar -cuyas acotaciones al manuscrito de Darley articulan la segunda novela- no se habla hasta algo después.
David Mountolive es un joven inglés que, por sus conocimientos del árabe y el prometedor futuro que se le augura, es destinado a Egipto para ocupar un puesto en la embajada británica. Hospedado en casa de los Hosnani, no tarda en convertirse en el amante de Leila, la madre de Nessin, que en este primer capítulo de Mountolive ocupa el mismo lugar que Justine en la primera novela de la serie. Al igual que su futura nuera, mantendrá amores extraconyugales que, más o menos serán sabidos y consentidos por su esposo -el padre de Nessin-, mucho mayor que ella. Anciano e imposibilitado, no le queda otro remedio que tragar, como al marido de Connie Chatterley, la Lady Chatterley de D. H. Lawrence, del que Durrell, también a buen seguro, fue un aplicado lector.
Los Hosnani son coptos y, como tales, mantienen una relación de amor/odio con los ingleses: les odian porque se sienten despreciados por ellos desde las cruzadas y los quieren porque, al fin y al cabo, son cristianos en medio de un mundo islámico que ya les empieza a perseguir. La fascinación que ejerce sobre Leila todo lo europeo también juega un papel muy importante en su lío con Mountolive. Todo este primer capítulo viene a referir esos amores entre el joven diplomático y la dama copta. Sin embargo, su posición en la casa no quita para que Mountolive repare en ese feudalismo en que viven los Hosnani.
Todo el segundo capítulo nos da noticia de la relación epistolar que mantienen tras la separación, cuando Mountolive debe atender a los nuevos destinos de su carrera, a veces tan lejanos de Egipto como Moscú. En esas cartas, su relación pasa de aquel amor, adulterino e imposible que alumbraron cuando se conocieron, a una sincera amistad. Su camaradería es tan franca que él incluso le da noticia de sus nuevos amantes. Se dice que semejante hermandad es el resultado de un sentimiento que no quiere acabar, pero sabe que tampoco puede ser un amor pleno. Observaciones como éstas, de las que están cuajadas las páginas del segundo capítulo, llenan de sabiduría el libro. Con ellas también se entiende que El cuarteto... fuera un mito en los últimos días de la revolución sexual. Finalmente, Leila sufre esa viruela que se lleva su legendaria belleza, y decide no volver a ver a Mountolive, quien sí se ha encontrado en París y en otras capitales del Viejo Continente con Nessin.
La enfermedad de Leila es uno de esos asuntos, con calidad de hitos en la tetralogía, que se repiten en los diferentes volúmenes como el disparo de Burroughs a su esposa Joan en la bibliografía Beat: Visiones de Cody, de Kerouac, Queer y El almuerzo desnudo del propio Burroughs...
Antes de que Mountolive vuelva a ser destinado a Egipto, se nos habla de sus encuentros con Pursewarden y su hermana ciega, todavía en Inglaterra. Todo el capítulo V es una larga carta de Pursewarden a Mountolive poniéndole en antecedentes sobre lo que le espera en Egipto. Pero también es un certero análisis -al menos lo parece- de la situación en aquel país tras el fin del protectorado británico en 1918 (pág. 110): griegos, judíos y coptos intentan sobrevivir al creciente nacionalismo árabe.
Esta tercera entrega de El cuarteto..., además de la menos lírica -y quizás por eso precisamente- también es la más apegada a la realidad histórica. Más aún, aquí hasta se justifica esa trama sionista de la Justine que nos presenta Cukor en su atropellada adaptación de la primera novela. Nessin es consciente de que cuando los ingleses se vayan de Palestina, no va a quedar nadie allí para defender a todos los ajenos al mundo árabe -griegos, coptos, armenios...-, nadie excepto el futuro estado de Israel (pág.209). De ahí que esté pasando armas a los sionistas habiendo invertido toda su fortuna en ello. Esto explica el verdadero motivo de su matrimonio con Justine, para la que Darley -en esta entrega se ve mucho más claro- no es más que un admirador -uno de esos que nunca les faltan a las mujeres con atractivo- cuya compañía no le desagrada. Aunque incluso, hay veces, desde estas nuevas perspectivas de las acciones comunes que proporciona Mountolive, que también se pone pesado.
Según la carta que deja a Mountolive (pág. 193), Pursewarden se quita la vida cuando se confirma que Nessin está introduciendo armas en Palestina, de lo que el suicida no ha informado debidamente al Foreing Ofice. Todos los prohombres de la comunidad copta están entregados a la causa sionista, lo que, a la larga, viene a abundar en esa teoría de que el estado de Israel no sólo es el estado de Israel. También es un bastión de la civilización judeocristiana en medio del mundo árabe. Algo así como la última fortaleza de las cruzadas.
En cualquier caso, los coptos de El cuarteto están tan implicados en el arsenal sionista que cuando las exaltadas salidas de tono de Naruz empiezan a comprometer su causa, Nessin, pese al dolor que le produce condenar a muerte a su propio hermano, parece hacerlo. Como también parece que es Justine la que la organiza. Su trance de muerte, en el que Naruz insiste en ver a Clea -que llega cuando ya ha expirado- pondrá fin a la novela.
Con anterioridad hemos asistido a momentos en verdad hermosos, que tampoco faltan en Mountolive por mucho que sea menos lírica que sus predecesoras. Ése es el caso de la historia de Amaril, referida por Clea a Mountolive (pág. 157). Fue éste un médico perdidamente enamorado de la virtuosa Semira, una mujer que siempre ocultaba su rostro tras una máscara. Al cabo, cuando descubrió su cara, resultó que no tenía nariz.
También es especialmente emotivo el fragmento en que Pursewarden compra los servicios como prostituta de Melissa, tras rivalizar por ella en un baile con un sirio. Sin embargo, cuando se la lleva a su casa, no hace nada con ella. Ella presiente que la muerte ronda al diplomático y él -ya acariciando la idea de su próximo suicidio- se lo confirma. Pero lo más sorprendente de este fragmento, es la confesión por parte de Pursewarden de que fue el amante de su hermana ciega (pág. 185). Allende la novela, habida cuenta que una hija del propio Durrell -Sappho- habría de suicidarse en 1991 tras acusar a su padre de haber mantenido con él una relación incestuosa, este dato da que pensar por más que, en su momento, los allegados a la familia lo desmintieran.
Publicado el 20 de febrero de 2019 a las 18:30.